Sobre Soler-Arpa

Texto: FERRAN BENITO

Álvaro Soler Arpa, miembro de la Real Sociedad Británica de escultores, trabaja con huesos como muestra de lo efímero de la vida y considera que el diseño, aliado del consumo, es un arma de destrucción masiva de la naturaleza. Nos guía personalmente por su nueva exposición "Diseño-Metástasis. El diseño no es inocente».

Corpulento y cordial, Álvaro Soler-Arpa ocupa tímidamente su puesto de cicerone en medio de la sala blanca -aséptica- en la que se exhiben sus obras. Responde a las preguntas con amabilidad y laconismo, aunque quizá algo incómodo, como si no supiera muy bien qué giro inesperado del guion lo ha puesto ahí en medio, o como si las palabras sobraran un poco, como si fueran un accesorio algo inútil al arte. Su ropa -camisa a cuadros, chaqueta de lana- es entre sobria y basta, y si alguien no supiera que quien la lleva es miembro de la Real Sociedad de Escultores de Londres, podría tomarlo fácilmente por un leñador desubicado.

«Nada de lo que llevo es comprado», explica con una sencillez que nos coge a todos desprevenidos. «Todo es heredado de otra gente que no lo quería: parientes, amigos... No me gusta comprar ropa nueva». Una actitud ciertamente coherente con su discurso, que carga fuerte contra el capitalismo y en especial contra la sociedad de consumo que lo sustenta. «Me molesta mucho esta necesidad de comprar y consumir constantemente cosas nuevas», añade. El título de la exposición ya nos pone en alerta: «Diseño-Metástasis. El diseño no es inocente». El diseño es consumo. El consumismo es destrucción.

Una ojeada rápida a las obras expuestas, previa a la charla, da el tono de lo que Álvaro Soler-Arpa, el «artista de los huesos», se trae entre manos: cabezas de corzo disecadas (no por él, aclaremos) tuneadas con formas y elementos inverosímiles; calaveras cubiertas de purpurina o diamantes y atadas con hilos de colores; y en medio de la sala, como punto de fuga, el esqueleto de un animal imposible, una quimera de tres patas con cuerpo de plástico y crin hirsuta.

«Para ese utilicé huesos de avestruz, de cabra, de oveja y de cerdo», recuerda. La verdad es que el resultado impresiona. Uno se pregunta qué cara se le quedaría al extraño animal si los huesos cobraran vida de repente.

Continúa la visita. La gente murmura quedamente, con cierto miedo a ser descubiertos in fraganti durante sus interpretaciones. No hay duda de que la presencia del artista impone cierta prudencia, y nadie quiere ser el primero en meter la pata. «Este de aquí me perturba bastante», comenta con un hilo de voz una de las visitantes ante la cabeza de un ejemplar de caprinae con una extraña armadura de latón y tijeras clavadas a lo largo del cuello. Su amigo y yo asentimos al unísono.

Más tarde, preguntado por los asistentes, Soler-Arpa da él mismo algunas claves de lectura: en todas sus obras, aclara, conviven «un elemento preciosista, de diseño, que las convierte en objetos de deseo, y un elemento que las tortura y las agrede: tornillos, tijeras, cuerdas...». El mensaje es claro y no da lugar a ambigüedades: el diseño, pensado para crear necesidades de consumo, está destruyendo la naturaleza. Lleva en sí un cáncer que se extiende y lo contamina todo. El diseño es la metástasis del consumismo.

«¿Te sentirías cómodo si alguien dijera que haces arte ecologista?». Álvaro Soler-Arpa vacila, mira al techo y reflexiona. «Sí... supongo que no iría desencaminado», responde finalmente, aunque no parece del todo convencido con la idea. «Pero la verdad es que hay que buscar un equilibrio estético para que la obra funcione, y no sacrificar esta estética por un mensaje demasiado agresivo». Cuenta de paso que, en su opinión, las expuestas aquí son algunas de sus obras más ligeras y coloristas. Miramos a nuestro alrededor, y no nos lo creemos demasiado.

Pero poco a poco la conversación se va distendiendo, y entre bromas y anécdotas, surge el tema que nos intrigaba a todos: ¿de dónde demonios vienen los huesos? «Bueno, primero empecé pidiéndolos en restaurantes; luego los iba a buscar en carnicerías; más tarde en mataderos, hasta que finalmente descubrí los muladares, donde se tiran los restos de animales muertos para alimentar a los buitres, y que fueron una bendición». Así que ahí se va Soler-Arpa cuando quiere comenzar una nueva escultura. ¿Quién ha dicho que la vida del artista fuera fácil?

La charla se anima más todavía cuando el escultor nos cuenta las dificultades burocráticas que a veces se ha encontrado para pasar sus esculturas de un país a otro. Y uno no puede evitar imaginarse la situación: los encargados de aduanas, con su amabilidad proverbial, abriendo una caja bien sellada y marcada con la etiqueta "frágil" para encontrarse con unos cuantos huesos envueltos en cuerdas, joyas y otra parafernalia. «¿Algo que declarar?» «Nada, excepto el esqueleto de una quimera...». Literalmente.

Me devuelve a la realidad una afirmación de Álvaro Soler-Arpa, que me sorprende un poco. Confiesa, ante nuestro escepticismo, que él es un tipo muy aprensivo. De los que se marean al ver un poco de sangre, vamos. «La primera vez que trabajé con huesos fue un shock», nos explica. «Porque claro, los huesos vienen sucios, y hay que limpiarlos. Pero fue un ejercicio que me hizo afrontar esta sensación, y que me hizo reflexionar sobre el hecho de que la mayoría de miedos que tenemos están ligados a la muerte. Yo trabajaba con este concepto de muerte, y noté una pequeña transformación en mí». Es decir, tocar la muerte abre el camino de la catarsis. La muerte purifica, como casi todas las culturas han descubierto en algún momento de su historia. No en vano Soler-Arpa reivindica la belleza de los huesos. Y si uno lo piensa un poco, se da cuenta de que efectivamente lo horrible y espeluznante en sus esculturas no son los huesos en sí, sino todos los elementos de diseño que los recubren. Según los dos binomios que él mismo plantea, los huesos son anatomía, naturaleza; el diseño, toxicidad.

Tal vez solo por compromiso, Soler-Arpa nos invita a visitarlo en su taller. Estoy a punto de asentir y pedirle cuándo le va bien, pero de pronto algo me retiene. Reconstruyo mentalmente el taller tal como ha aparecido en la conversación: una suerte de quirófano del doctor Moreau, con huesos por limpiar y con trofeos de caza con jeringas colgando, y siento que alguna cosa se me remueve en el estómago. Quizá no esté listo todavía para la catarsis.

De la visita de Antonio Iturbe y sus alumnos a la exposición Diseño-Metástasis. El diseño no es inocente», en la Galería Miguel Marcos de Barcelona. 02-2019